martes, 17 de marzo de 2009

Escuela de Franckfurt "Teoría Crítica"


Resumen

Una síntesis de las disposiciones esenciales de la llamada Teoría Crítica de la Escuela de Frankfurt pone de relieve la relevancia y persistencia de la noción de dialéctica de la Ilustración, por la que se manifiesta, como carácter constitutivo de la cultura moderna, el enlace entre racionalización productiva y deformación instrumentalista de las relaciones sociales. Al mismo tiempo, la forma dialéctica de las categorías de la Ilustración propicia el desvanecimiento de las teorizaciones críticas comprometidas con la reformulación de los ideales ilustrados.
A partir de las condiciones epistemológicas establecidas por el desarrollo de dicha dialéctica, la restauración de las condiciones de posibilidad de la Teoría Crítica implica la conexión sistemática de una actitud materialista y hermenéutica en el análisis de la determinación histórica del conocimiento.
El concepto de interés histórico coadyuva a la elaboración de dicha posibilidad, abriendo espacios de reflexión para el replanteamiento revolucionario de la Teoría Crítica, recuperando la noción extrema de experiencia histórica formulada por los autores más significativos del proyecto original de aquélla.
Palabras clave: Teoría Crítica, Dialéctica de la Ilustración, Racionalidad Instrumental, Racionalidad Revolucionaria.

Revista de Filosofía
Vol. 27 Núm. 2 (2002): 287-303
ISSN: 0034-8244
La teoría crítica de la Escuela de Frankfurt
como proyecto histórico de racionalidad
revolucionaria

José Antonio GONZÁLEZ SORIANO
287


1. La disposición esencial de la Teoría Crítica

Entendemos por Teoría Crítica el proyecto fundamental que caracteriza a la conocida como Escuela de Frankfurt: el grupo de pensadores aglutinados en torno al Instituto de Investigación Social de la ciudad alemana, fundado en 1923. Según R.J. Bernstein, “la Teoría Crítica se había distinguido de la teoría social ‘tradicional’ en virtud de su habilidad para especificar aquellas
potencialidades reales de una situación histórica concreta que pudieran fomentar los procesos de la emancipación humana y superar el dominio y la represión”.1 La Teoría Crítica procuraba dar cumplimiento a esta pretensión revalorizando para dicho fin los momentos fundamentales de la tradición ilustrada europea. En lugar de solaparse sin más con un conjunto de intenciones eminentemente rupturistas, la Teoría Crítica quería acreditarse como aquella única instancia que, en un mundo administrado por completo por la razón técnica o calculística, podía guardar memoria de la razón substantiva (denominada Vernunft en la filosofía clásica alemana). Para hacer factible el sentido de ambos propósitos (virtualidad emancipatoria y reintegración accional), la Teoría Crítica se autoconstruyó como teoría de la cosificación tardocapitalista, habilitada esencialmente para desempeñar una crítica ideológica inmanente y para formar, como consecuencia, la disposición estructural de una conciencia revolucionaria. El principal resultado de esta actitud teorética se concentra en el debate en torno a las categorías: razón instrumental y
dialéctica de la Ilustración.

El concepto de razón instrumental posee un carácter de denuncia que descalifica el sentido dominante de la racionalización social en la cultura moderna.
En la definición clásica de zweckrationalität, Max Weber considera a ésta la que determina una “acción subjetivamente racional con arreglo a fines”2 y desde su prevalencia la función racionalizadora de la Modernidad presenta la impronta opaca de lo puramente técnico y pragmático. Aunque el mecanicismo, como esencia cultural, se revele considerablemente eficaz en el ámbito tecnológico, adquiere sin embargo una dimensión siniestra cuando oficia
como principio de la integración social, pues entonces se reduce a un mero ejercicio de expansión totalitaria del orden político. Como señala Jacobo Muñoz, se trata en este caso de una “pseudorracionalización cuyo coste anímico resulta incalculable y que se traduce en ese intento de adaptarse u homogeneizarse, al que el individuo se ve constantemente forzado.”3 La
adaptación o acomodación amenaza convertirse, bajo el predominio social de la racionalidad instrumental, en el criterio único al que puede acogerse cualquier comportamiento subjetivo, en tanto que la idea de progreso como fin en sí fomenta el continuo espejismo de que la realidad establecida es al mismo tiempo el ideal al que podemos aspirar. Esta paradoja abismal, de estirpe kafkiana, fue señalada por Horkheimer4 como el rasgo característico de la cultura contemporánea y el principal obstáculo al que se enfrenta hoy el pensamiento
crítico de aspiraciones radicales.
En efecto, la formalización extrema de la racionalidad (propiciada por una metodología científica históricamente consolidada) y su propensión globalizante (en correspondencia con el carácter expansivo del sistema capitalista de producción e intercambio), dan lugar en la era contemporánea a una hibridación políticamente efectiva de actitud positivista y convicciones totalizadoras de índole metafísica. La disposición desencantadora que caracteriza a la Modernidad impone a la metafísica de la cultura dominante una suerte de desrrealización consistente en la absolutización de lo fenoménico en su actualidad sucesiva (a lo que se atribuye toda la carga de sentido que en nuestra época se puede tomar en cuenta).
La traducción política de esta disposición cultural produce una imagen de la totalidad social como objeto inerte, abandonado a su propia circulación histórica. En efecto, el secreto de las actuales recetas legitimatorias consiste en solapar entre sí el plano funcional del modo histórico de producción, en su dinámica desenfrenada, con una presentación falsamente orgánica de las relaciones sociales, en la que se hacen pasar por condiciones necesarias del desenvolvimiento económico la apropiación privada del trabajo y del beneficio concomitante. Esta nivelación del plano técnico-funcional con los rasgos determinantes de las relaciones sociales alimenta el espejismo de una plena libertad de autorrealización (colectiva e individual), exclusivamente orientada por la facticidad del desarrollo productivo, pero que no es otra cosa que la
máscara de la adaptación pasiva a la lógica autosuficiente del capitalismo monopolista.
Con tales limitaciones, el sistema ideológico de la Modernidad conlleva, a más o menos largo plazo, el agostamiento y la trivialización del conjunto de las necesidades e intereses históricos en su dimensión individual, en un proceso de empobrecimiento vital devastador. Esta percepción amenaza con un efecto tan atrozmente disolutivo, que induce en la contemporaneidad la compulsión a una nueva solidaridad mecánica, que se instituye autónomamente en la ciega necesidad de reproducir los sistemas sociales y su sentido marcadamente instrumental. La disposición de la dialéctica de la Ilustración conduce, por tanto, a esta suerte de hiperrealismo, que podemos ver sugerentemente representado en la obra kafkiana: “El mundo de Kafka aparece dotado de una concreción casi sobrenatural. Todo es inestable, tambaleante, precario,
pero al mismo tiempo desesperadamente inmutable y como petrificado”5. De esta suerte, el talante del pensamiento factualizado tiende a retornar a una percepción en clave mítica de lo real, desbordando, en una paradójica regresión a los orígenes, los tradicionales principios de ordenación del pensamiento ontoteológico.
El dios cristiano, en cualquier caso, ha sido sustituido en la Modernidad
por el principio social de racionalidad. Con esta afirmación puede expresarse
sintéticamente la carga de ambivalencia en que discurre el proceso de modernización:
a su impronta de secularización de todos los órdenes de la vida se solapa la aspiración metafísica a que el progresivo desarrollo de la racionalidad
conceptual-objetivizadora suponga el movimiento moral hacia la verdad.
Ante esta situación, la principal potencialidad de la Teoría Crítica consiste en
hacer patente la naturaleza legitimatoria de la actual ideología dominante sobre la realidad opresiva del capitalismo desarrollado. En efecto, la estructura de una racionalidad máximamente sesgada hacia la instrumentalidad puede simbolizar el principio de legitimidad ausente, haciendo valer la metonimia eficacia=poder como metáfora de la Verdad (amparada bajo la hegemonía
histórica de la racionalidad objetivizadora en Occidente). A partir de esta metáfora básica, se encadenan otras absolutamente significativas, cohesionadas por las categorías preeminentes de la filosofía: verdad=identidad= esencia=universal=universalidad (esta última como forma misma del Principio de Legitimación).
2. La ambivalencia histórico-cultural de la Ilustración
La contradicción entre las dos vertientes de la corriente ilustradora (la crítica
racionalizadora y el idealismo subjetivo), se viene prolongando irremediablemente
en la historia dando lugar a la dialéctica de la Ilustración.
Habermas6 cifra en la filosofía del joven Hegel las claves más representativas
de esta dicotomía, entre una totalidad ética que busca recomponerse intersubjetivamente
y el pensamiento de la identidad del todo bajo la figura de la autoconciencia, como unidad de la individualidad y la universalidad. La ambivalencia histórica que caracteriza a la Modernidad puede ser descrita como una peculiar dialéctica por la que el designio, aparentemente humanista,
que entrelaza la influencia de las ciencias humanas y la expansión de la racionalidad centrada en el sujeto, se vuelve en su contrario: en expresión de Habermas, “el amortiguamiento o incluso destrucción de las relaciones dialógicas convierte a los sujetos vueltos sobre sí mismos en objetos los unos para los otros y sólo en objetos”7. En el desarrollo de la Ilustración se consolida
una representación de la identidad como resultado de la acción racional técnico-
productiva; una entidad desprovista de significado social propio en la medida en que éste se ha ido solapando con el valor puramente de cambio que atañe a una mercancía cualquiera.
La inteligencia crítica de esta constelación histórica presenta líneas de definición claramente diferentes si nos referimos a la primera generación de la Escuela de Frankfurt (Adorno y Horkheimer), o a la segunda (Habermas).
La noción de dialéctica de la Ilustración elaborada por los primeros8 se
caracteriza por la presencia de un horizonte utópico (acotado, en su extremo,
por referencias teológico/escatológicas) y por el misterio de la declaración
programática de una autoilustración de la Ilustración, movida por la exigencia
de un “contenido de verdad que se alcanza por medio de los conceptos
más allá de la extensión abstracta de éstos”, tal como expresaba Adorno en
su Dialéctica negativa.9
Desengañado de la fertilidad práctica de planteamientos tan globalizantes,
Habermas adopta la estrategia de abordar la crítica social a través de la
relevancia mostrada en la Modernidad por el pensamiento filosófico en el
ámbito de la Epistemología. Esta es la premisa de la que arranca Erkenntnis
und Interesse,10 libro que explora la posibilidad de fundamentar una versión
de la Teoría Crítica desde los principios de una concepción no cientista del
conocimiento, llevando hasta sus últimas consecuencias la célebre disputa
sobre el positivismo en la sociología alemana de los años sesenta. Sin embargo,
los elementos categoriales con los que Habermas pretende dar forma a
esta empresa (filosofía del sujeto y transcendentalismo, noción puramente
formal de emancipación) habrían a la postre de resultar incompatibles con la
perspectiva crítica de rango materialista, que el autor aún trataba de incorporar
desde la inveterada filiación marxista de la Escuela de Frankfurt.
Posteriormente, Habermas reconduce sus esfuerzos hacia el diseño de las
condiciones de posibilidad normativas de un modelo crítico sobre la sociedad
contemporánea, en cuanto lastrada por deformaciones culturales sólo conceptualizables
en una visión funcional/estructural de la “dialéctica de la Ilustración”. Este bloque dará forma a la teoría de la acción comunicativa.11
Como disquisición previa a la misma, Habermas procura ilustrar la idea
programática de que la racionalización moderna supone ante todo un proceso
de diferenciación, conducente al surgimiento de tres esferas distintas de
valoración de la acción humana: los ámbitos cognitivo, moral y expresivo de
la racionalización cultural. Para justificar el sentido históricamente positivo
de esta división (que recuerda los paradigmas que Kant propuso para estructurar
filosóficamente los principios de la cultura ilustrada), Habermas modifica
ligeramente el punto de vista de Weber señalando que el surgimiento de
la moralidad universal y de las concepciones legales universales representa
un tipo de racionalización distinto categorialmente de la racionalidad en sentido
formal y burocrático. Habermas refuta el patrón autodestructivo (o dialéctico) del espíritu ilustrado que se desprende del análisis del proceso de modernización racional desarrollado por Weber, en la intención de salvar de la crítica todo aquello que considera fundamento de valores irrenunciables de la Modernidad: los conceptos genéricos de igualdad, respeto a la individualidad
y equivalencia ética. Valores desde los que se plantea reconstruir el sentido de las principales líneas de pensamiento alternativas a la corriente de Ilustración, es decir, las filosofías de Marx y Nietzsche.
La reconstrucción que, en efecto, Habermas lleva a cabo del materialismo
histórico12 desarrolla el esbozo resultante de superponer al esquema más
básico de dicha teoría (infraestructura/superestructura) la división especial
que caracteriza a la filosofía kantiana (conocimiento científico/moral-derecho/
arte). Esta propuesta de enlace responde a una interpretación en clave
evolucionista de las aportaciones del materialismo histórico, como si fueran
el resultado del progreso cultural inmanente a la Ilustración (desestimando así
en buena medida las raíces ideológicas que dan naturaleza a la revolución teórica
de Marx).13 Particularmente, el concepto marxista de relaciones de producción,
determinante en cuanto introduce la división y la contradicción en todos los ámbitos de la sociedad (el conflicto histórico de intereses), deja su lugar en la presentación de Habermas a la relación entre sistemas de acción, dando por supuesta la presencia de un fondo de vida social genérico y unitario, en el que se fragua el orden “natural” de los mismos. En el concepto (difícilmente delimitable) del mundo de la vida (o de la integración social), Habermas14 va a creer descubrir el rastro de una modernidad ilustrada que aun alberga un sentido substancial de progreso a partir de sus valores intocados.
Junto con esta convicción se sustenta una disquisición analítica esencial
para el esquema sociológico de Habermas: la distinción entre razón sistémica
y racionalidad de la acción,15 que deja sin lugar la viabilidad objetiva del
concepto de razón instrumental (clave en el desarrollo anterior de la Teoría
Crítica). Por medio de dicha separación el autor puede considerar como una
cuestión de orden secundario (relativa tan sólo a la lógica interna de la racionalidad
sistémica) el proceso, denunciado por Weber y la antigua Teoría Crítica, de instrumentalización y cosificación de la conciencia social. Al mismo tiempo puede reabsorber (more hegeliano) esta disfuncionalidad creciente como una consecuencia indivisible de la propia lógica de la modernización, interpretándola como ocasión propicia para que la racionalidad esencial
de la Modernidad (ligada a la acción comunicativa), pueda históricamente
desplegar sus propias facultades de resistencia a la objetivización. El desarrollo de la Modernidad ilustrada queda así provisto de un poderoso factum interno a través de sus propias turbulencias.
Salta a la vista que las resonancias optimizadoras y teleológicas de este pronóstico no proceden ya directamente de la tradición filosófica enmarcada en la dialéctica de la Ilustración (Kant, Hegel, Marx, Nietzsche...), sino que su contexto (tanto de descubrimiento como de justificación) se halla en el acervo del pragmatismo norteamericano. En esta línea de pensamiento, el
análisis de la historia desde un modelo en que el materialismo se troca en objetivismo, incluye el diseño de cierta dirección evolutiva histórica de perfeccionamiento funcional. El contenido de tal teleología adopta un significado moral inmanente a través de la resolución de Peirce de dotar de significación ética el compromiso epistemológico de rango universal por el consenso.
De igual modo, el concepto de mundo de la vida, en su versión habermasiana,
recoge el motivo de un hipotético progreso en el aprendizaje moral de la
especie que confiere un carácter idealizado al devenir histórico, a la vez que
lo dota de un sujeto homogéneo, de rasgos universalistas, en cuanto a la conformación
de su espíritu.
Sobre este planteamiento opera fehacientemente una imagen idealizante
en la que rasgos procedimentales de la racionalidad formal se ponen en conexión
con las convicciones fundamentales de la Sociología académica burguesa,
para concluir que los atributos esenciales de la sociedad moderna son el
resultado de una evolución civilizatoria, por la que la racionalidad ha ido sin
cesar extendiéndose hasta constituir el entramado básico de las relaciones
sociales. En esta interpretación los ordenamientos e instituciones resultantes
aparecen como modelos de vinculación orgánica prestos a optimizar la dinámica
de satisfacción de las necesidades (tanto materiales como morales) de
los ciudadanos.
Desde esta perspectiva, no obstante, es imposible aclarar los rasgos históricos
de la situación que da lugar al constructo del positivismo instrumental
contemporáneo, que se presenta tan sólo como resultado de una indiferente
mecánica de la razón (por la que el aspecto técnico de la misma prevalece sistemáticamente
sobre su dimensión interactiva). En consecuencia, queda ineludiblemente
relegada la intención primordial de la Teoría Crítica: desentrañar el carácter de los condicionamientos socioculturales desde los que obtiene su preeminencia la ideología dominante contemporánea, como medio para desencubrir las tendencias cosubstanciales a la estructura general de la razón en la cultura occidental. Y tan sólo dicho análisis poseería la virtualidad
de prevenir el fatalismo histórico que acompaña al desarrollo de la Revolución, que asiste impotente a la reproducción de la orientación instrumentalista de la cultura y el orden social en el desempeño autonomizado de una racionalidad inadvertidamente deformada.
Asimismo, la configuración de conjunto de la Teoría de la acción comunicativa
parece olvidar que el aspecto comunicativo de la razón sólo tiende a alcanzar prioridad en la Teoría Crítica como consecuencia del impulso generado por el principio de autodeterminación colectiva (y no al contrario, esto es, que el aspecto comunicativo-procesual de la racionalidad sea el fundamento de su orientación emancipadora). Con esta disposición al dominio
racionalizado del devenir histórico, como si de un objeto a nuestra disposición
se tratara, se manifiesta la conexión ineluctable entre la postulación de un fin de la historia y un sujeto de la misma, (tópico esencial de la metafísica de la modernidad, que en la tradición del pensamiento marxista ha expuesto y criticado brillantemente L. Althusser)16 y la profunda coherencia entre la “metafísica crítica de la comunicación” y la tradicional “metafísica del trabajo”.
Si la conceptualización de las carencias de la racionalización social del
mundo contemporáneo se hace depender de un análisis formal previo de la
racionalidad de la acción, el sentido crítico de la Teoría social así alumbrada
parece postergarse a la exigencia de una descripción perfecta y totalitaria de
la racionalidad. Con este desplazamiento se desdeña aquella intuición clave
de la Teoría Crítica que Adorno acertó tardíamente a formular en el frontispicio
de la Dialéctica negativa: “La situación histórica hace que la filosofía
tenga su verdadero interés allí precisamente donde Hegel proclamó su indiferencia
en lo carente de concepto, en lo particular y especial...”17
3. Renovación de las condiciones de posibilidad de la Teoría Crítica
La perspectiva de crítica ideológica generalizada que subyace a la formulación
de la Teoría Crítica propuesta por Adorno y Horkheimer es sometida
a una implacable reconsideración en diversos pasajes de la obra de Habermas de los años ochenta, especialmente en El discurso filosófico de la modernidad18. En ese texto se hace especial hincapié en la paradoja de autorreferencialidad que afectaría a la antigua Teoría Crítica al tener que recurrir como criterio a la vez de reconocimiento y denuncia de la ideología occidental
contemporánea a los mismos fundamentos normativos de la cultura de la
Ilustración/Modernidad a los que se hace objeto de una crítica totalizadora.
Habermas pretende hacer constar en todo momento que el pensamiento de la
reflexión se da en el medio de una dialéctica irrefragable: toda reflexión sistemáticamente
radical ha de acabar por necesidad disolviendo su propio fundamento.
Sin embargo, la estela de autorreferencialidad denunciada por el autor en el despliegue original de la Teoría Crítica se desvanece a partir de la conciencia sobre el carácter de hecho histórico (y no mera construcción teorética), que subyace a la crítica materialista de las ideologías. Como tal
hecho, la Teoría resulta ante todo expresión necesaria del interés de lo oprimido
y explotado dentro del medio cultural; una manifestación (como habrían apuntado en este contexto Adorno y Horkheimer)19 objetiva e histórica que surge directamente de la presencia real de la carencia o el sufrimiento en la vida social.
Pero con esta indicación retornamos sin embargo a la esfera de pensamiento
delimitada por la obra temprana de Habermas: Conocimiento e interés.20 A pesar de sus paradojas intrínsecas, cabe considerar que este texto marcó un hito peculiar en el desarrollo histórico de la Teoría social Crítica.
En él aparece la requisitoria contra el positivismo en una línea que discurre
entre los planos de la epistemología y la crítica ideológica, a partir de la convicción
desarrollada de que la razón es inmanente a un interés que la orienta y condiciona.
Podemos preguntarnos al respecto con el autor qué tipo de espacio media
entre la estructura instintiva de nuestras necesidades, y la determinación
social de las mismas desde los principios de una ideología desarrollada históricamente,
que se presentan bajo la forma de ideales de vida. Aquí se hallaría el ámbito propio del interés, concebido a la vez tanto como categoría epistemológica como económico-política. Un concepto tal brota directamente de la célebre filiación “freudomarxista” que constituye uno de los más relevantes signos de identidad de la Escuela de Frankfurt. En el pensamiento de Freud,
efectivamente, los instintos bordean el límite entre lo somático y lo imaginativo,
y los fenómenos psíquicos se constituyen a la vez como “fuerza” y como “significado” (son al mismo tiempo facticidades y significantes). En referencia al psicoanálisis, cabe hablar de una profunda combinación entre lo económico y lo hermenéutico; y una relación claramente paralela puede sugerirse, en perspectiva histórica, del enlace que se produce entre el interés y la formación de los principios ideológicos de clase y grupo social. Aunque la perspectiva
en la que Habermas plantea su discurso es de carácter transcendental (equiparando el concepto de interés y el de necesidad del grupo en cuanto especie, restando así el núcleo de legaliformidad histórica del primero), su trama expositiva puede sugerir una interpretación que contemple como categoría fundamental la de un interés críticamente revolucionario, que determine
a la teoría del conocimiento a definirse como teoría social crítica y que, en aras de su realización práctica (emancipatoria), promueva su vinculación con los principios de una caracterización materialista y dialéctica de la historia.
En su vertiente epistemológica, la analogía probablemente más ilustradora
del sentido que cabe conferir a la vinculación del conocimiento con el
interés se halla, sorprendentemente, en los planteamientos de la Crítica del
Juicio kantiana. La regularidad que en la esfera de lo particular pretende
introducir el principio a priori de la Facultad de Juzgar, se muestra particularmente
semejante a la función de legaliformidad que una valoración críticamente
hermenéutica de la particularidad histórica podría habilitar a través
de la noción de interés. La estructura conceptual que de aquí surge vendría a
reclamar la transformación de la idea de sujeto, monológico y autoidéntico,
que discurre por las líneas de fuerza de la Ilustración. La categoría de sentido
ideológico (apoyada en la noción de interés histórico), es capaz asimismo
de mostrar la versatilidad de la Teoría Crítica para trascender la carga idealista
contenida en la dicotomía validez/poder (como locus central del pensamiento
ilustrado). Pues dicho sentido hace referencia a una dimensión de principio o valor (validez) de las realizaciones culturales que sólo es pensable y practicable desde las determinaciones de su fundamentación histórica (constelaciones socio-históricas de poder). Señala a este respecto Habermas en Conocimiento e interés que una ciencia histórica entendida como mera
narración objetivizada neutraliza las consecuencias que nuestra ineludible
vinculación con el desarrollo social y cultural implica para la orientación de
nuestra praxis. La peculiar naturaleza metodológica del tratamiento científico
de la historicidad exige en consecuencia una imbricación de procedimientos
empírico-analíticos y hermenéuticos que responda a la doble naturaleza
(aparentemente contingente y aparentemente necesaria) de los fenómenos
sociales, determinada por la configuración orgánica de las tendencias que
subyacen a los mismos. La legaliformización sistemática del proceso de producción
de sentido sería, por tanto, el objeto de cierta hermenéutica, capaz de
adoptar una peculiar función crítica a partir de su entrelazamiento con el
materialismo histórico/dialéctico.
Pero las sugerencias más fecundas en este terreno provienen, una vez más, del proyecto original de la Teoría Crítica (en particular, de la obra temprana de Adorno), en un singular contexto marcado por la afinidad (en palabras del propio autor, asombrosa y chocante), que existiría entre la filosofía interpretativa y ese tipo de pensamiento que prohíbe con el máximo rigor la
encarnación imaginaria de disposiciones intencionales en la realidad: el materialismo.
Adorno expresa la intención de “captar al Ser histórico como Ser natural en su determinación histórica extrema, en donde es máximamente histórico”.21 La transitoriedad absolutamente presente al acontecer histórico se reviste (en la facticidad absoluta de su devenir), de los rasgos de perennidad y fatalismo de las fuerzas míticas. De este modo, la legaliformidad que
el punto de vista del materialismo dialéctico puede introducir en el conocimiento
histórico reviste a la vez la determinación estructural de desarrollarse
como forma contingente de interpretación (como fuente concreta de sentido).
La dialéctica que envuelve a la idea de una “historia natural”, tiene
correspondencia con un concepto de producciones culturales históricamente
atemporales (presentes bajo diversas formas en largos períodos y altamente
condicionantes de los procesos históricos tanto a escala colectiva como individual),
que cabe proponer como concepto clarificador de la interpenetración
de un ejercicio crítico interpretativo con las categorías de la legaliformidad
científica de la historia. Una vía de desarrollo para este argumento puede surgir
desde una lectura estructuralista de la noción cuasitrascendental de mundo
de la vida, que Habermas presentaba como núcleo de la Teoría de la acción
comunicativa. Desarticulando en dos ámbitos diferentes el entramado que el
autor pretende pensar unido a través de dicho término, accedemos a la consideración
de dos planos diferentes de posibilidad de la función racional:
(1) El aprendizaje del mundo organizado a través de la reciprocidad continua
de expectativas de comportamiento (el mundo socializado), es el origen,
por un lado, de la dimensión simbólica de nuestra percepción de la realidad,
a partir de la que se genera una forma de racionalidad que cabría llamar
simbólica o narrativa. (2) Pero en la misma estructura del hecho de la intersubjetividad
se hallaría la base de constitución de la función lógica que reviste
culturalmente el conocimiento, como aprehensión de su sistemática facticidad.
En este marco se instituye el modelo de la racionalidad técnica u objetivizadora,
descriptible en un sentido similar al amplio concepto de técnica
que Weber utiliza como punto de partida de su teoría global sobre la racionalización.
Estas estructuras históricamente atemporales de la racionalidad se
acreditan respecto a los dos criterios incondicionales que determinan (según
Habermas), la función racionalizadora en la cultura: a) La capacidad de interpretación
de la necesidades de los individuos a la luz de los estándares de
valor aprendidos; b) La capacidad de adoptar una actitud reflexiva frente a
dichos estándares.22
Extraer los rendimientos revolucionarios que para las representaciones
colectivas de la realidad social puedan desprenderse del desplazamiento del
sentido entre los dos planos de la racionalidad apuntados, sería el cometido
de una Teoría Crítica replanteada en una perspectiva abierta y dialécticamente
emancipatoria.
4. Coherencia del replanteamiento revolucionario de la Teoría Crítica
La idea de fondo que late en todos los desarrollos de la Teoría Crítica original
consiste en una explicación de cómo el legado ideológico de la
Ilustración, que pretendía orientar el desarrollo de la sociedad mundial de la
ciudadanía racionalizada, sólo puede ya hallar legitimidad histórica si se desmiente
implacablemente a sí mismo. Esta percepción aboca la conciencia de
la dialéctica de la Ilustración presente en el sentido original de la Teoría
Crítica hacia un posicionamiento radicalizado: trazar la unidad (exclusivamente
procesual) del desarrollo histórico de la sociedad a partir de la contradicción
omnipresente y antagónica, sólo constatable de modo pleno desde el
lado en que se hace presente el sufrimiento. La significatividad de la Historia
es, entonces, proyecto de emancipación.
En efecto, a las pretensiones abstractas de restaurar dialécticamente el
sentido de la totalidad, que resultan coextensivas a las intenciones tanto de la
hermenéutica como del materialismo histórico/dialéctico, se le opone (en un
sentido de desengañada crítica materialista), la tesis más radical de la
Dialéctica negativa de Adorno: “El todo es lo no-verdadero”.23 Por otra
parte, el presupuesto metodológico que Habermas atribuye a la comprensión
hermenéutica (la capacidad de interpretación del legado histórico en tanto
que objeto de producción social o intersubjetividad), pone en conexión las
reservas críticas de la Dialéctica negativa con las premisas de la conciencia
legaliforme del materialismo histórico: la consideración del proceso histórico,
carente de sujeto, como resultado de la acción de los grupos sociales que
estructurales sugiere la idea de que la disposición peculiar de una racionalidad alternativa
estribaría en la habilitación de los efectos “abridores de sentido” históricos, que pueden desplegarse en el frente preciso de oposición entre la racionalidad simbólico-narrativa y la objetivizadora.
ejercen intereses objetivos. A través de estas indicaciones se ha venido configurando
un proyecto de autorreflexión de la Teoría Crítica en cuanto reordenamiento
cultural de liberación histórica.
La posibilidad más abierta para integrar creadoramente el amplio espectro
de dicha reformulación es el apunte de una racionalidad revolucionaria.
El telos que Adorno asignaría al desarrollo de un concepto equivalente trata
ante todo de evitar cualquier modo de anexión, “más allá tanto de lo heterogéneo
como de lo propio”. La racionalidad revolucionaria habría de ser así
fundamentada como instancia autorreflexiva, en la que se haga transparente
y resolutivo el vínculo con el propio interés histórico por la emancipación.
Cognoscitivamente, esta dimensión se desarrollaría subvirtiendo la relación
instrumental medios/fines propia de la ratio objetivizadora y disponiéndolos,
en su lugar, en función de la finalidad de la autodeterminación. De este modo,
el desarrollo de la libertad entendida como interés por el autodesenvolvimiento,
particular y colectivo, se articula tanto en contra del mecanismo
coactivo del Estado como de la apariencia de substantividad vacía en la que
el sujeto repite microcósmicamente dicho poder. El vínculo orgánico de cada
individuo con la procesualidad sociocultural que determina nuestra existencia
puede ser reconstruido reflexivamente en la constatación de un espectro
de intereses caracterizable como una pluralidad de posiciones de sujeto con
potencialidades revolucionarias. La libertad no se hallaría en el nivel representativo
de la individuación como tal (siempre fallida), sino en la esfera
práctica del interés históricamente determinado, constituido por la relevancia
de la autodeterminación como proceso social constituyente.
Señala a este respecto J. Muguerza la disposición que ofrece la máxima
kantiana “obra de tal modo que tomes a la humanidad, tanto en tu persona
como en la de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como un fin y nunca
solamente como un medio”, a vincularse con contenidos prácticos materiales
(en contraste con la formulación eminentemente formal de la ética comunicativa
habermasiana).24 Pero dicho enunciado ha de verse a su vez sometido
a una depuración crítica de su fundamento transcendental, conectando la indicación
formulada con los factores materiales de la procesualidad histórica,
para desarrollar la perspectiva conceptual que resulta de la negación de su
idea de sujeto como entidad subsistente. Desde dicha perspectiva el interés
emancipatorio aparece como el trasfondo semántico desde el que el pensamiento
dialéctico puede presentar la escritura de las posibilidades aún no
desarrolladas de la situación histórica establecida. En este enlace se cifra la
identificación de la racionalidad revolucionaria con el pensamiento dialéctico
radicalizado, al que Benjamin denominaba como el “órgano del despertar
histórico”,25 capaz de poner en relación los niveles imaginario (el sueño utópico)
y simbólico (la plasmación práctica de la orientación política de la
utopía), de la cultura.
Benjamin articula la trasposición de la vivencia personal del tiempo de la
historia al seno de las estructuras objetivas propias del materialismo histórico.
Y en este ámbito, la reconstrucción de imágenes históricas en conexión
con la orientación (ético-política) de recuperar la “memoria de los sinnombre”
sólo resulta comprensible desde la mediación del interés histórico de
clase por la emancipación. El sentido proyectivo y la capacidad de reconocimiento
que se derivan de una interpretación histórica centrada en los intereses
objetivos de las clases, constituyen la clave de una actitud crítica que
podría hacerse corresponder con la idea de experiencia como Erfahrung,
desarrollada asimismo por Benjamin26 para referirse a la secuencia significativa
de la memoria histórica colectiva, en cuanto textualidad que elude la pretensión
de anexionarse subjetivamente los objetos en una conformación puramente
dispositiva o instrumental (convirtiéndolos en meros fragmentos del
poder establecido). Con esta finalidad ideológica se corresponde un tipo
especial de articulación del devenir histórico que prescinde de la unilateralidad
de un fundamento basado en la mera continuidad/causalidad. Una noción
de historia que no se deja perfilar como una copia consistente e integrada,
sino más bien como un palimpsesto, del que habría que restaurar diversos
niveles tachados para reconstruir su potencialidad transformadora sobre el
sentido desgarrado que porta la mecánica reproducción de los modos históricos
de producción.
Se trata, por tanto, de habilitar un tipo de conciencia histórica cuya capacidad
emancipadora se articule en torno a dos principios coimplicados: (1) La
disposición a la reintegración de la memoria histórica a partir de un criterio
de restauración de lo postergado y deformado en el sistema hegemónico de la
racionalización eficiente y productivista (aquello que Adorno denominaba,
para confrontarlo con el idealismo de la positividad hegeliano, “lo carente de
concepto”)27. (2) La disposición a la crítica desencubridora de los mecanismos
ideológicos más profundos que mantienen la estructura (históricamente
atemporal) del principio de Legitimación de los poderes establecidos (basado
en la expansión progresiva de la racionalidad instrumental, como fuente
de todo sentido para la valoración del devenir histórico). La intersección de
ambos principios configura un tipo de racionalidad vinculada en su posibilidad
al desarrollo de los intereses históricos colectivos por la liberación y la
autodeterminación; opuesto, por tanto, a la dimensión tradicional de la razón
como sustentadora lógica de la identidad formal de los sujetos y los estados
de cosas. La proyección así apuntada de una racionalidad revolucionaria se
nos aparece, en definitiva, como resultado de la autorreflexión de la Teoría
Crítica, en su ya mencionada doble vertiente (hecha pública desde su origen
en los años treinta), de virtualidad emancipatoria y reintegración racional.
En su dimensión práctica, el proyecto consumado de tal autocuestionamiento
consiste en renovar continuamente la posibilidad de que en cada instante,
(en cada secuencia del “tiempo de hoy” –Jetzeit, en la fórmula de
Benjamin–)28, el principio praxeológico de la revolución pueda imponerse al
de repetición (de la iniquidad masiva de opresión y explotación en que se sustentan
los diferentes modos de producción históricamente determinados). En
la perspectiva de la emancipación del dominio elitista, la unidad consciente
de todos los sectores populares con sus intereses históricamente determinados
debe hacer prevalecer el sentido de la construcción popular de un nuevo
ordenamiento socioeconómico, al de la pertenencia exclusivista a un imaginario
étnico, lingüístico, religioso o folclórico arbitrariamente resaltado (que
suele dar pábulo a la concurrencia de nuevas formas de dominación).
En el presente, (tras la caída del muro de Berlín y la rebelión de
Tiananmén), las potencialidades revolucionarias que podemos vislumbrar en
el texto histórico se distribuyen en torno a la formación de espacios sociopolíticos
impulsada por el principio de garantizar la plena extensión de la
democracia popular directa, participativa y asamblearia, a todos los ámbitos
de la sociedad. La dialéctica de la Ilustración se abre así a una nueva y quizá
postrera página.
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